En el artículo que publiqué esta semana, titulado “Valentía tardía: cuando los obispos descubren que ya no hay nada que perder,” exploraba la idea de cómo algunos obispos, en sus últimos momentos de carrera o una vez retirados, empiezan a alzar la voz, quizá porque ya no sienten que tienen algo que perder.
Este fenómeno nos lleva a reflexionar sobre cómo la estructura y las reglas actuales de la Iglesia afectan la libertad de sus pastores para hablar con claridad cuando más se necesita. Pero a raíz de la publicación, uno de los comentarios me dejó pensando: ¿y si el problema viene desde hace décadas, desde que los obispos fueron obligados a renunciar por edad?
El comentarista decía, en esencia, que mientras un obispo sea fiel al Evangelio, debería poder seguir dirigiendo su diócesis sin límites de edad, como siempre fue en la Iglesia. No se equivocaba al…
Autor: Jaime Gurpegui
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