En cualquier comunidad política digna de así llamarse, ni la iglesia está en posesión de decidir sobre los quehaceres de la política, ni el Estado puede dictar la religión y la moral del pueblo. Bajo la escena sacrílega de la ceremonia de los juegos olímpicos parisinos, subyace una vieja cuestión, superada (al parecer) para muchos católicos. Es la cuestión de la separación Iglesia-Estado por mor de una sana laicidad, que, vistos los resultados, es tan sana como la exhortación al consumo de cianuro. No se hace de la Última Cena un alegato a la ideología de género así, sin más. Se hace porque el Dios cristiano aún es el mayor obstáculo para imponer una religión de Estado, formalizada en la deconstrucción antropológica del Génesis.
No bromeaba Hegel cuando decía que la principal aspiración del Estado era ser dios en la tierra, para tal omnipotencia terrenal…
Autor: Eduardo Gómez
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