Intocable, película que se estrenó en 2011 en Francia, es la segunda película francesa más vista en el mundo y su éxito no se debe solo a unos acertados intérpretes. La película, que se centra en la amistad improbable entre un millonario tetrapléjico y su auxiliar de clínica, salido de la cárcel, cuenta sin medias tintas el drama de la discapacidad y muestra a una sociedad obsesionada por la autonomía y aterrorizada por su pérdida que incluso un discapacitado grave, clavado a su silla de ruedas, puede vivir una vida feliz, llena de esperanza y sentido.
«Intocable» (2011), de Olivier Nakache y Eric Toledano, con François Cluzet y Omar Sy en los papeles estelares, es un divertido canto a la vida de gran éxito de taquilla en todo el mundo.
Y sin embargo, son precisamente estas las vidas que el Parlamento italiano, como el francés, quiere «abolir» con la ley sobre el suicidio asistido. El término ha sido utilizado en un llamamiento público por Philippe Pozzo di Borgo, el tetrapléjico cuya historia sirvió de inspiración a la película Intocable: «Con las mejores intenciones del mundo, con la ayuda de palabras aparentemente incuestionables como ‘dignidad’ y ‘compasión’, queréis legalizar la muerte provocada a personas como yo. ¡No aboláis nuestras vidas!«.
El 8 de abril de 2021, Philippe Pozzo di Borgo (a la izquierda de las imágenes) lanzó un llamamiento solemne contra la eutanasia ante la Asamblea Nacional Francesa, que leyó Tugdual Derville.
Si en 1993, cuando se quedó paralizado del cuello abajo a la edad de 42 años tras un accidente de parapente, Pozzo di Borgo hubiera tenido la posibilidad de acceder a la eutanasia, «me habría matado», declara a Tempi. En cambio, el heredero de la nobleza corsa, que sufrió la muerte de su primera esposa, Beatrice, en 1996, no cedió a la desesperación y gracias a sus seres queridos y su auxiliar «volvió a encontrar el gusto de vivir».
Hoy, Pozzo di Borgo se ha vuelto a casar, ha tenido dos hijos, vive entre Francia y Marruecos, en la región de Essaouira, y lucha junto a la asociación de la que es padrino, Soulager mais pas tuer [Aliviar pero nunca matar], contra la «absurda violencia de la eutanasia«, contra un «derecho que me quita toda dignidad y, antes o después, me indica la puerta». La solución al sufrimiento, explica en la entrevista que nos ha concedido, «no es matar a la persona que sufre, sino acompañarla aliviando su dolor».
Leone Grotti le ha entrevistado para Tempi.
-Señor Pozzo di Borgo, usted nació en una de las familias con más títulos nobiliarios de Francia.
-La mía era una familia privilegiada por ambas partes. El lado materno estaba formado por aristócratas a la antigua usanza; el paterno, por aristócratas nuevos ricos. Por este motivo, mis abuelos se detestaban cordialmente. El primero le decía al segundo: «¡Tu título (duque) es tan reciente que lo has conseguido pagando!». Este le respondía: «El tuyo (conde) es tan viejo que ya no se sabe de dónde procede». Era una familia afortunada. Lo digo de verdad, tuve una infancia privilegiada, llena de amor, sobre todo por parte de mi abuelo materno, que había evitado milagrosamente una condena a muerte por parte de los alemanes antes de convertirse en propietario de la empresa de champán Moët-Hennessy. Le quería mucho y le puse su nombre a mi hijo.
-¿En qué trabajaba usted antes del accidente?
-Era director delegado del grupo de producción de champán Pommery et Lanson, que había sido adquirido por la sociedad Lvmh. Yo era el representante de Lvmh en esta adquisición. Antes, como director de marketing, ya tenía la costumbre de trabajar mucho: me levantaba a las seis de la mañana y corría durante una hora. De hecho, corría sin detenerme en ningún momento, me pasaba la vida en aviones. Con el nuevo trabajo, a la actividad de mis cargos anteriores se añadió el estrés.
-¿Qué tipo de estrés?
-Por razones de rentabilidad hubo que despedir a muchas personas. Esto es lo que esperaban los accionistas. Tener que infligir un sufrimiento social como este a personas que trabajan en la empresa desde hacía tanto tiempo fue muy duro también para mí. No estaba acostumbrado a ello. Tenía que actuar contra los principios de mi abuelo, que no había despedido nunca a nadie. Nunca había tenido que enfrentarme a una brutalidad empresarial como esa, debida al capitalismo financiero.
-¿Cómo cambió su vida el accidente de parapente de 1993?
-Por primera vez en mi vida dejé de correr. Antes estaba siempre «proyectado». En cambio, en ese momento me encontré en una cama de reanimación después de estar tres meses en coma. Estuve dos años en la planta de rehabilitación mirando el techo. Fue un cambio radical.
En 2001, Philippe Pozzo di Borgo publicó la historia que la inspiró, ‘Le second souffle [El segundo aliento]’, que en la edición española, poco antes del esteno del film en 2012, se tituló ya como la película.
Al mirar el techo, era a mí mismo al que estaba mirando; y empecé a verlo todo de manera distinta. Otro cambio fundamental, madurado en esta nueva posición, en el que te encuentras inmóvil y en silencio, es el otro. El otro ocupa todo su lugar. Cuando corres, no ves a nadie; te cruzas con personas, pero no las conoces. Pero cuando estás con la nariz dirigida hacia el techo, el otro ocupa todo su lugar porque tú lo miras, estás disponible. Los otros -pienso en el personal del hospital, en los visitantes- te vuelven a poner en la pista a través de su mirada, su atención, el tiempo que te dedican, su amabilidad.
-¿Experimentó en alguna ocasión el deseo de morir después del accidente?
-Recuerdo muy bien que un equipo de televisión vino a realizar un servicio al hospital después del accidente. Salía de estar varios meses en coma y me hicieron la misma pregunta. Me puse a sollozar diciendo: «¿Por qué me hacéis esta pregunta? Me trastorna muchísimo». Dos o tres semanas antes había intentado suicidarme. Había tomado conciencia de que me habría convertido en un gran peso para mi esposa, Beatrice, que además estaba enferma. Había intentado ahogarme enrollando el tubo del aparato de oxígeno alrededor de la garganta. Me desmayé. Cuando recuperé la conciencia, había una enfermera muy guapa que me preguntó si todo iba bien. No dije nada (puesto que una máquina me impedía hablar): me limité a mover los párpados. Recientemente he recordado una pregunta: después de la muerte de Beatrice, a pesar de mi gran depresión, ¿por qué no pensé en acabar con mi vida?
-¿Cuál es la respuesta?
-Porque no era la discapacidad lo que parecía insoportable, sino el peso que habría sido para ella. Para otras víctimas de accidentes es distinto: los médicos me han explicado que en el 90% de los casos, después de un accidente, los pacientes tetrapléjicos quieren suicidarse. Es una etapa normal del recorrido. Yo razonaba sobre el peso que habría sido. En realidad, siempre he creído que la vida es una aventura apasionante ¡y más aún desde que soy una nariz apuntando al techo!
-Usted es una persona conocida sobre todo gracias a la película Intocable. ¿Cuál es la clave de su éxito?
-Además del humor, el ritmo de la amabilidad, al estilo «osos amorosos», esta película hace comprender a cada espectador que, ante todo, la vida no es fácil y que existe una solución que se encuentra en la ayuda recíproca, en la relación con el otro. En el cine siempre me ha sorprendido cuando la gente, después de un pase, se ponía de pie para aplaudir en la oscuridad. Estaban tan aliviados de saber que se puede encontrar la alegría en las relaciones y en la vida a pesar de las pruebas, a veces incluso gracias a ellas. Esta película desdramatiza la prueba, sin negarla.
-Usted ha decidido intervenir en el debate sobre la eutanasia en Francia. ¿Por qué?
-Ante todo, tengo 250 años, puesto que cada año de un tetrapléjico equivale a siete años. Lo mismo que para los perros. Por consiguiente, treinta por siete más cuarenta años de persona sana, son 250 en total. Por esto he perdido el sentido del pudor. Estoy más cerca del final de la vida que al principio. Sobre todo, en mis treinta años de ingresos hospitalarios, he sido testigo de mucha miseria y aún más después del estreno de la película. He descubierto una miseria terrible, no económica sino relacionada con la soledad. La moral de todos nosotros es como un columpio. Puede ser buena o «estar por los suelos». Si se da la posibilidad de administrar la eutanasia a una persona sola, infeliz y deprimida no solo no se está respetando a esta persona, a la que se elimina «bajo petición», sino que sobre todo no nos respetamos a nosotros mismos: un día seréis vosotros, los sanos, quienes os encontraréis que estáis solos y con dificultades, y en la misma situación de gran fragilidad en la que estamos nosotros. La idea misma de eutanasia crea estrés a toda la sociedad. He comprendido que mi testimonio puede servir para resistir a esta catástrofe.
-La ley italiana quiere suprimir, no a los enfermos terminales, sino a los discapacitados graves. ¿Cuáles serán las consecuencias sobre estas personas si se aprueba la ley?
-¡Serán terribles! Con el pretexto de «aliviar» de su vida a uno se está empujando hacia el final, de manera subrepticia, a todos los que se le parecen. Ante todo, no hay que secundar la desesperación de quienes sufren, sino acompañarlos, consolarlos, aliviar su sufrimiento. Más bien deberíamos «normalizar» la gran fragilidad, es decir, hacer que sea parte viva de la sociedad. Por mí y por vosotros. Despenalizando la eutanasia de los discapacitados se genera un estrés terrible, contagioso. La sociedad corre el riesgo de permanecer esterilizada por la selección, el rechazo o la inacción, el miedo del riesgo. Las personas con gran discapacidad son la puerta a través de la cual pasa la pacificación de las relaciones sociales. Estar cerca de los más frágiles es una terapia de choque para quienes «aún están sanos».
El 30 de noviembre de 2012, Philippe Pozzo di Borgo, acompañado por Abdel Sellou, participó en el congreso LQDVI [Lo Que De Verdad Importa], donde fue traducido por Natalia Figueroa, esposa de Raphael.
-Los defensores de la eutanasia dicen a menudo que deben respetarse la autonomía y la autodeterminación del individuo también cuando el paciente pide la muerte.
-La autonomía a la que se le da carácter de absoluto es una falsa buena idea. Se habla mucho de ella también en Francia. Lo primero que constato es que yo vivo -¡todos nosotros vivimos!- gracias al otro. Hay muchísimas personas que, sin descanso, no dejan de proponerme máquinas para que sea autónomo, independiente de los otros, para poder prescindir de los demás. Lo único que haría esta autonomía es atraparme en la soledad, alejándome de las relaciones humanas. No estoy diciendo que haya que rechazar todo lo que puede compensar una discapacidad. En una ocasión me propusieron vivir dentro de un exoesqueleto. Me reuní con el equipo de investigación de Grenoble, en la Universidad de París-Saclay. Con su invención me sentía el muñeco Michelin. Les dije: «¡Id a que os rehabiliten! ¿Qué sentido tiene una autonomía que me segrega?».
-La sociedad que ofrece la eutanasia a quien sufre ¿de verdad es compasiva?
-No. Ofrecer por ley a la sociedad la posibilidad de liberase de los más frágiles es un acto increíble de cobardía. La eutanasia es un homicidio llevado a cabo por una sociedad anónima. Nuestra sociedad ya muere de soledad y así no se hace más que acentuarla: «¿Quieres pegarte un tiro en la cabeza? ¡Pégatelo!». Se dice a los médicos: «¡Ponedle la inyección!». Así no se resolverá la soledad del enfermo, esto es seguro.
-¿La «buena muerte» no es una libertad más?
-Yo no creo que el nacimiento sea un derecho. Nos encontramos con que hemos nacido, no elegimos la vida y, por ende, no veo por qué deberíamos elegir nuestra muerte. La vida es un don. ¿Por qué privarnos de este don, aunque nos encontremos en una situación difícil? Mi libertad no es ser atractivo, tener éxito, ser sano. La libertad es ser uno mismo plenamente, en cualquier condición. ¿Qué sentido tiene la «libertad de morir», pedida bajo la presión del sufrimiento, la mirada de los otros, el miedo de ser un peso y un coste? ¿Y qué libertad es la que nos priva, a través de la muerte, de lo que ignoramos, es decir, el futuro, lo que nos queda por vivir? Por último, subrayo la violencia inaudita de esta pretendida libertad de suicidarse ejercida sobre nuestros seres queridos afligidos y también sobre las personas frágiles que se encuentran en situaciones similares. En resumen, la eutanasia es una falsa libertad.
-Casi todos los países europeos se han dotado, o están intentando hacerlo, de una ley sobre la eutanasia. ¿De dónde viene este repentino deseo de morir y dar la muerte en Europa?
-No soy un especialista, pero creo que la sociedad moderna está cada vez más fundada en la satisfacción de los deseos personales inmediatos. Es individualista y hedonista. Si el hombre occidental se reduce a esto es fácil comprender que la gran fragilidad, la discapacidad importante, no es muy sexy según el esquema mental de nuestra sociedad. Pero el individuo no se puede reducir a sus deseos, la persona se define por la calidad de sus relaciones. La eutanasia elimina la relación; es todo lo contrario.
-Usted está a punto de publicar un nuevo libro. ¿De qué habla?
-Saldrá en Francia en septiembre, su título es: Le promeneur immobile (El caminante inmóvil). Es un título que le guiña un ojo a Rousseau y a su Le fantasticherie del passeggiatore solitario. Sueño con volver al mundo de los sanos después de treinta años de tetraplejía. La pregunta que me hago es: ¿sería el mismo idiota que fui durante mis cuarenta años como persona sana? La respuesta, obviamente, es ¡no! Si pudiera volver al mundo de los «sanos», sería más completo, más amable y mucho más feliz respecto a cómo era antes del accidente.
-¿Está diciendo que la fragilidad tiene aspectos positivos? La sociedad actual parece tenerle terror.
-En nuestra sociedad los sanos y frágiles se ven poco entre ellos. La mejor terapia es poner a los frágiles en el centro de las relaciones sociales. Necesitamos una pedagogía de la fragilidad. Nunca es agradable ser un poco -o muy- inválidos, pero siempre es, a pesar de todo, una riqueza. No tendrá el sabor de la miel, pero tiene el gusto de la vida: es denso. Los dulces que comemos dan muchas satisfacción en el momento, pero nunca han alimentado a nadie. La fragilidad nos alinea con nuestra condición humana. Creer que no somos vulnerables es una ilusión. Todo, desde el nacimiento a la muerte, nos pone en condición de vulnerabilidad. Ir contra nosotros mismos nos pone en una situación de estrés y angustia.
-¿Cree en Dios?
-Durante mis cuarenta años como persona sana no tenía tiempo para plantearme el problema de Dios. Tenía a mi lado una esposa muy creyente que conocía muy bien la Biblia. En el último año de vida de Beatrice vivimos uno al lado del otro en la misma cama: ella me hablaba de la Escritura, de los Evangelios, de la fe. Y yo la escuchaba. Cada quince días nos acompañaba un grupo de siete parejas que se reunían alrededor de nuestra cama. Poco a poco, en el silencio del techo, y gracias a la amistad de estas personas muy creyentes, descubrí una riqueza que nunca había captado hasta ese momento. Esta riqueza atañe al silencio, al misterio, a la excelencia de la Creación, a la humildad. Sí, al volver a la tierra, me convertí en creyente.
Traducido por Verbum Caro.