A sus 20 años, Pablo Álvarez realiza sus estudios en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte, quiere ser profesor, es feliz con su familia y su hermano y, junto a Dios, se siente plenamente realizado. Sin embargo, alcanzar esa vida que parece idílica ha supuesto para el joven superar grandes dificultades bajo la drogadicción. Su fuerza de voluntad, la familia, la ayuda de un verdadero amigo, el trabajo en grupo y escuchar a Dios, evitó que acabase descarrilándose totalmente del sendero.
Desde siempre, Pablo consideró tener «una familia de diez» y explica que durante la primera parte de su vida le acompañó un sentimiento de comodidad y felicidad generalizadas.
Algo que, como ha contado al portal del Opus Dei, cambió durante la adolescencia. «Esa comodidad que siempre sentí desapareció y me preocupaba por muchas cosas a las que no podía o no sabía encontrar respuestas: `¿Por qué no estoy contento teniendo lo que tengo, por qué quiero más, por qué no soy feliz?´», se preguntaba.
Subir a la nube y bajar al infierno
Postergar su comodidad, eludir la responsabilidad, sentirse parte de un grupo, no escuchar aquellos pensamientos… No fueron pocos los motivos que le llevaron, sin apenas resistencia, al mundo de la droga acompañado de nuevas amistades.
«Mis amigos empezaron a beber muy pronto. Y yo, para encajar, empecé también. Lo mismo ocurrió con los porros, me encontraba satisfecho y cómodo y esa sensación era lo único a lo que yo me aferraba. Al principio era uno, luego dos, luego cuatro… pero a más consumía, mayor era mi insatisfacción interior, no quería hacer nada que no fuese estar en esa nube«, relata.
En cuestión de semanas, la vida de Pablo y su familia se convirtió en un infierno.
«Cada vez era menor el tiempo con mi familia, la comunicación se hizo inexistente, discutía siempre con mis padres y me reventaba cualquier cosa que me dijeran, aunque fuese bueno», menciona.
«Hice pedazos el corazón de mi madre»
Pablo recuerda especialmente una de las veces que su madre descubrió su alijo: «Vino llorando con la droga y me preguntó que qué era eso, le dije que era de un amigo y mirándome me pidió que le prometiese que no era mío. Y le dije: `No´. Mi corazón se rompió por dentro, y a ella se lo hice pedazos«.
Pero mientras su familia entraba en aquella espiral, él se convencía de que cuando bebía o fumaba, sus problemas desaparecían: «Mi vida empezó a reducirse a ir al colegio, fumar porros y beber cerveza. Así estaba tranquilo, no tenía que pensar en nada. No tenía que pararme a solucionar los problemas. Simplemente me escapaba y estaba morado todo el día. Cuando volvía la realidad, sabía que estaba mal y volvía a drogarme, así un día tras otro».
Sin embargo, en todo momento fue consciente de aquel proceso autodestructivo. Entre las múltiples consecuencias, menciona que descuidaba su horario, le daban igual los exámenes, obligaciones y responsabilidades y la fe o su hermano carecía de importancia: «Nunca dejé de creer en Dios, pero pese a tener una educación cristiana, solo me importaba llegar a ese punto de ponerme morado».
La fe, sus padres, los exámenes o el ejemplo que daba a su hermano pequeño… A Pablo no le importaba nada, salvo «llegar a ese punto» (fotografía: GRAS GRÜN, Unsplash).
En el éxtasis, la coca y las drogas duras: «Una locura»
Los porros no tardaron en ser «cosa de niños»: «No te quedas ahí… o yo al menos no fui capaz. Si no tienes fuerza de voluntad, y yo no la tenía, acabas diciendo sí a lo siguiente que te ofrecen. Y empezó la cocaína y otras drogas duras. Era una locura«.
«Me mataba el hecho de llegar a casa con los ojos inyectados en sangre y tambaleándome, decir `hasta mañana´ y largarme para volver a empezar lo mismo al día siguiente, o ni si quiera llegar a casa», recuerda.
Pablo comenzaba a asumir que no era feliz y que necesitaba un cambio cuando supo que, pese a haber descuidado su fe, Dios nunca se había ido. «Él me hablaba y yo sabía que tenía todo lo que podía pedir, una familia que estaba y estaría para mí… me decía que tenía que volver y despertar».
Y aunque «hacía oídos sordos», recuerda la felicidad «inmensa y real» que sentía al recibir la confesión o la comunión. «Estaba tocando fondo y necesitaba pedir perdón, cuando iba a confesarme salía con una sonrisa de verdad, pero pasado el tiempo le daba la espalda, porque [Dios] me pedía algo que requería esfuerzo», relata.
Dios me dijo: ¡Despierta!
En plena crisis, un buen amigo que se había rehabilitado vio a Pablo, supo que seguía consumiendo y habló con sus padres. Derrumbado ante la realidad, aceptó la ayuda que le ofreció su familia.
«Vi que consumir no me estaba llenando y que estaba descuidando todos los aspectos de mi vida, lo había intentado solo y no lo conseguí, y aún así mis padres me seguían diciendo `te quiero´ cada mañana, Dios me dijo que despertase… Sí, necesitaba ayuda«, admite.
Al día siguiente, Pablo fue con su familia a Proyecto Joven, una iniciativa de Proyecto Hombre y aceptó su ayuda.
«Pasé un mes sin móvil, no podía tener dinero o estar solo en ningún momento y tenía que estar acompañado por una figura de seguimiento que no consumiese: quería hacer las cosas bien, y aunque viese que el mundo seguía, yo tenía que parar y plantar cara a mis problemas», afirma.
Pese a que este proceso supuso «mucho sacrifico y cortar con amistades«, el joven admite que el cambio se percibió en cuestión de días: «Con mis padres las cosas empezaron a mejorar, encontré una pareja que me ayudó bastante, empecé a sonreír. No sabía bien cómo darles las gracias, pero [sí sabía que] una forma era hacer las cosas bien».
Y para lograrlo, el joven dedicó todos sus esfuerzos en retomar la fe en un Dios, que «nunca se había ido» de su lado.
«En el Opus Dei me dieron medios de formación, catequesis y un preceptor, que me ayudó muchísimo. Mi vida empezó a despuntar hacia arriba a un ritmo impresionante y de vez en cuanto tenía tristeza, pero hoy soy capaz de afrontar las cosas mucho mejor. La felicidad que siento es de verdad: me siento lleno«, concluye.