La Iglesia contemporánea se ha comprometido, en muchos sentidos, con el «diálogo», casi como dando a entender que este formato es su forma preferida de proceder en lugar de la declaración y la enseñanza de las verdades doctrinales.
«Entonces Bernabé, tomándolo consigo, lo presentó a los apóstoles y él les contó cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había dicho y cómo en Damasco había actuado valientemente en el nombre de Jesús. Saulo se quedó con ellos y se movía con libertad en Jerusalén, actuando valientemente en el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los helenistas, que se propusieron matarlo» (Hechos, 9,27-29).
«La gente suele pelearse porque no sabe argumentar. Y es extraordinario observar cómo pocas personas en el mundo moderno pueden discutir. Por eso hay tantas peleas, que estallan una y otra vez y nunca llegan a un final natural. La gente no parece entender ni siquiera el primer principio de toda discusión: que la gente debe estar de acuerdo para estar en desacuerdo. Menos aún, su imaginación se extiende a algo tan remoto como el fin u objeto de toda discusión: que deben estar en desacuerdo para estar de acuerdo» (G. K. Chesterton, «La nueva generación y la moral»).
I.
El término «diálogo» es, por supuesto, de origen clásico. Literalmente, significa una conversación, especialmente una conversación escrita organizada entre dos o más personas. El diálogo versa sobre un tema determinado, generalmente de cierta gravedad o consecuencia, aunque los diálogos lúdicos forman parte ciertamente de la literatura. La palabra viene del griego y significa «reunir», «hablar», «razonar». Logos, por supuesto, es la palabra filosófica que se refiere a Cristo en el Prólogo del Evangelio de Juan. Significa que en las cosas se encuentra un sentido. Cada ser tiene su medida o regla según lo que es, por la cual sabemos que es esta cosa y no aquella. Logos se refiere siempre al intelecto o a la razón, no a la voluntad. El diálogo será el intercambio disciplinado y comprometido de ideas. Su finalidad es llegar a ser más razonable de forma articulada. El fin del diálogo es la verdad ahora enunciada a la luz de todas las posibles objeciones a ella, manifestadas en el intercambio. El conocimiento de lo que es verdadero incluye el conocimiento de lo que no es verdadero.
Además, el diálogo -aunque puede, y tal vez deba, ser delicioso y encantador- no es un mero dispositivo por el que nos oímos hablar a nosotros mismos. No es un simple balbuceo. Su elocuencia y estilo están al servicio de la dialéctica y el silogismo. La frase «encerrado en la conversación» se acerca más a su significado. El diálogo tiene por objeto llegar a una conclusión, a una verdad, mediante una conversación o un intercambio de ideas honorable. El diálogo debe tener lugar en una atmósfera más allá de la amenaza o la coacción, como nos recuerda el Gorgias de Platón. Las reglas de la lógica son en sí mismas pautas para llegar a la verdad, que es el propósito de la conversación y la controversia. Pero la virtud moral, la honestidad y el coraje para buscar la verdad deben ser parte intrínseca del diálogo si se quiere lograr su fin.
La divertida observación de santo Tomás de Aquino en su Comentario a la Ética de Aristóteles deja claro este punto: «Pues a aquellos que les gusta oír conversaciones y hablar y se pasan todo el día perdiendo o gastando el tiempo en cualesquiera dichos o hechos contingentes, no necesarios ni útiles, los llamamos gárrulos» (nº 602). Ninguno de nosotros quiere ser acusado de ser «gárrulo», una palabra que significa «parloteo» o hablar sin sentido. Aunque no le niega un lugar al humor ligero y desenfadado en la vida cotidiana, el diálogo no es una mera narración de cuentos o historias pasajeras como si no tuvieran nada que enseñarnos. No es, repito, «gárrulo». En el mejor de los casos, se ocupa de las cosas últimas, aunque esta preocupación no es en absoluto aburrida, sino que se acerca a la empresa más apasionante que podamos conocer.
Los Diálogos de Platón son, sin duda, los ejemplos más famosos de esta forma literaria, imitada por innumerables escritores, entre ellos Cicerón y Agustín, que también fueron maestros de este modo de discurso. El «monólogo» o «soliloquio» significa un «diálogo» interior de uno mismo consigo mismo, un esfuerzo por aclarar las cosas explicándose a sí mismo cuáles son realmente las cuestiones implicadas en el tema. El «diálogo» siempre implica a otro, un oyente, que responde a un orador. El primer orador se convierte a su vez en un oyente que responde a partir de la respuesta a su posición inicial. Somos a la vez oyentes y hablantes.
En este sentido, la filosofía existe en la conversación o el diálogo donde sus términos y argumentos cobran vida. Las mismas cuestiones, tanto las últimas como las de menor importancia, se repiten una y otra vez entre los de nuestra clase. Esta recurrencia es una de las razones por las que seguimos leyendo a Platón y participando en sus diálogos conversacionales, que, en conjunto, abarcan gran parte de lo que está en juego en el corazón de la humanidad. Platón es la primera y más deliciosa de las aventuras intelectuales. Pero es implacable en su búsqueda de la verdad, incluso cuando Sócrates nos dice que la más alta sabiduría es «no saber nada». Conocer la «nada» de Platón es, de hecho, conocer muchas cosas. No se trata de un escepticismo sobre el conocimiento de nada, sino de la constatación de la naturaleza inagotable de todo lo que es.
II.
La Iglesia contemporánea se ha comprometido, en muchos sentidos, con el «diálogo», casi como dando a entender que este formato es su forma preferida de proceder en lugar de la declaración y la enseñanza de las verdades doctrinales. Aunque no niega ingenuamente la existencia de individuos y políticas que utilizarán la fuerza civil y militar para impedir que se conozca la verdad, la Iglesia también es consciente de las guerras religiosas de la primera modernidad e incluso de la actual. Se buscó una forma mejor de proteger la verdad que la negación dogmática de su existencia o su degradación al ámbito meramente privado sin presencia pública.
«Los hombres usurpamos la creación que, por decirlo así, nos ha sido dada para administrarla. Queremos ser sus únicos propietarios. Queremos poseer el mundo y nuestra misma vida de modo ilimitado. Dios es un estorbo para nosotros», dijo Benedicto XVI en la homilía de la misa de apertura de la XI asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos (2 de octubre de 2005). «O se hace de él una simple frase devota o se lo niega del todo, excluyéndolo de la vida pública, de modo que pierda todo significado. La tolerancia que, por decirlo así, admite a Dios como opinión privada, pero le niega el ámbito público, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia sino hipocresía» (ibídem). Son palabras contundentes y aleccionadoras que nos hacen conscientes de a qué nos enfrentamos.
Pero la palabra diálogo está en todas partes. Después de «derechos» -una palabra bastante desafortunada en el contexto moderno-, «diálogo» es probablemente la palabra más utilizada en el discurso eclesiástico público. Nosotros «dialogamos» (para usar la palabra como verbo) con protestantes de todas las variedades, con los ortodoxos, con budistas, musulmanes, hindúes, ateos, científicos, filósofos, con cualquiera que acepte conversar seriamente sobre cuestiones básicas que nos dividen. Nos morimos de ganas de «dialogar» con los chinos y los musulmanes si podemos encontrar a alguien que dialogue con nosotros. Incluso buscamos «dialogar» con los disidentes de diversos matices entre nosotros. Las formas de reconciliación o de penitencia parecen incluso haber evolucionado hasta convertirse en algo parecido a un diálogo. Con frecuencia, aunque felizmente han disminuido, solía haber incluso «homilías de diálogo», una forma de castigo particularmente cruel e inusual (según mi experiencia). Un diálogo no es exactamente un «debate», aunque hay elementos de debate en él. El diálogo es más relajado y no necesita llegar inmediatamente a una conclusión. A veces basta con que se intente el intercambio entre grupos o individuos con una larga historia de hostilidad entre ellos.
Desde el pontificado de Pablo VI, en particular, y hasta el de Juan Pablo II y Benedicto XVI, la Iglesia ha creado una comisión tras otra, una reunión tras otra, un coloquio tras otro. En primer lugar, tratan de «comprender» con precisión los puntos de acuerdo o desacuerdo entre los que dialogan. A continuación, tratan de resolver esas dificultades, si es posible, de una manera aceptable para ambas partes, pero siempre fiel a la verdad implicada. En este sentido, el «diálogo» se contrapone a la «polémica» o incluso a la controversia. Detrás de su plácida fachada está el supuesto de que los seres humanos quieren que sus diferencias, si no se resuelven, al menos se aclaren. Juan Pablo II insistió especialmente en hacer todos los esfuerzos posibles para afrontar las diferencias y las antiguas hostilidades con franqueza, pero de una manera amistosa que no tuviera como objetivo otra cosa que la verdad honesta de un asunto.
Al repasar este historial, parece digno de mención el hecho de que la mayor parte de la instigación a este «diálogo» haya procedido de los católicos, que han hecho las invitaciones y a menudo han sido los anfitriones de las sesiones. En parte, sin duda, esta iniciativa es más posible para los católicos debido a la unidad del papado. También refleja las afirmaciones del catolicismo, tanto en la razón como en la revelación, de modo que se interesa tanto por el agnóstico como por el anglicano, por el hindú como por el progresista. La Iglesia, para bien o para mal, se concibe a sí misma como una organización de fundación más que humana a la que se le encomendó una misión particular dirigida «a todas las naciones».
Por otra parte, la Iglesia ha decidido, a muchos niveles, proseguir con las cuestiones controvertidas. Ha sido muy consciente del escándalo que suponen las divisiones dentro de la cristiandad, primero con los ortodoxos y luego con los protestantes, y finalmente con el propio «mundo moderno» y lo que realmente es en su fondo cultural. Estas diferencias pueden ser o no resolubles, pero la Iglesia ha actuado ciertamente como si sostuviera que se puede lograr algo sustancial en dichos diálogos. Este esfuerzo no se ha propuesto con un espíritu de arrogancia u hostilidad, sino con la creencia genuina de que 1) era un error no intentar el esfuerzo y 2) que incluso los pasos mínimos o iniciales eran mejores que nada. No todo el mundo, sin duda, quiere que su posición sea examinada y discutida en sus orígenes y profundidades.
El supuesto de fondo era que la verdad era una, de modo que, por improbable que pareciera, el diálogo honesto podía dar pasos -a menudo pequeños- hacia su realización. A veces, casi, la Iglesia parecía sostener el principio socrático de que todo pecado se basaba en la ignorancia, no en la voluntad. Hay una clara vena «tomista» en estos esfuerzos. Hace mucho tiempo, Aquino estableció un modelo brillante de cómo tratar con los musulmanes -digamos en su Contra Gentiles-, en el que, tomando los argumentos de la otra parte, se hacía todo lo posible por exponerlos con claridad, a menudo con más claridad de lo que podrían formularlos los que sostenían esa opinión.
III.
El peligro del formato de «diálogo», tal como se ha desarrollado en los últimos tiempos, es sin duda la tentación relativista. Se conversa solo por el hecho de conversar. Nunca se resolverá nada realmente. Nunca se llegará a ninguna conclusión, ya que eso detendría el diálogo. Es una especie de espectáculo de relaciones públicas para demostrar la buena voluntad o tal vez la etiqueta pública. Pero esperar algo más es realmente ingenuo. También existe la escuela de pensamiento del «parlamento mundial de la religión» que quiere incorporar a todas las religiones, incluyendo particularmente al catolicismo, en una especie de superiglesia política. Esta organización mundial, bajo la protección de la ONU, aprovechará o pacificará las fuerzas perturbadoras que se dice que se encuentran en las religiones de cualquier tipo. La religión, como enseñaban los antiguos epicúreos, es útil para mantener ocupadas a las masas, pero en el mejor de los casos es un mito.
La posición católica, por su parte, ha sido generalmente la de estar abierta a cualquier verdad, dondequiera y comoquiera que se formule, siempre que pueda ponerse en el contexto adecuado. Sin duda, este enfoque parecerá «condescendiente» a muchos, pero la propia naturaleza de la Iglesia es en sí misma una reivindicación de la verdad. Cualquier mitigación de su esencia sería, sin duda, una admisión de que no cree en sí misma. En este sentido, el catolicismo no es una «religión», sino una revelación. La religión es lo que los hombres tratan de ofrecer a los dioses, mientras que la revelación está ligada a lo que se transmite. Su esencia es la lealtad a lo que se revela. Su impacto es el de explicarse a sí misma a la humanidad tanto desde su perspectiva como desde lo que el hombre ha entendido por sí mismo. El catolicismo no defiende lo que el hombre sostiene sobre Dios, sino lo que Dios sostiene sobre el hombre.
Pero aquí hay algo más en juego. Cualquier lector de Tolkien, por ejemplo, sospechará que se puede encontrar algo ominoso en la forma en que el diálogo, por sí mismo, no produce los resultados previstos mediante un acuerdo articulado. Tanto Aristóteles como la Escritura nos sugieren, de diversas maneras, que la verdad en sí misma no es simplemente una aceptación tranquila de un argumento apoyado racionalmente. Es eso, en efecto, pero parece haber un curioso rechazo a largo plazo de la luz. Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y las potestades. En más de un momento del estudio de la filosofía y la política modernas parece que nos topamos no tanto con dificultades de comprensión como con un decidido non serviam, con un rechazo deliberado de la verdad incluso cuando se conoce, quizá porque se conoce.
Cristo dijo que enviaría a sus discípulos entre los hombres como «ovejas entre lobos». Esto sugiere que no encontrarían sus actividades solo en foros de debate, cátedras académicas o diálogos amables. De hecho, se les dijo que serían perseguidos. Se les diría cómo responder a los magistrados, casi como si no fueran sus palabras las que se rechazaran. Esta constatación pone de manifiesto los límites del diálogo. Un argumento puede ser rechazado no solo por ser ilógico o incoherente, sino también por ser verdadero. Por supuesto, se rechazará en nombre de alguna otra verdad, o de una verdad aparente. Pero el hecho es que gran parte del pensamiento moderno, con sus incoherencias intelectuales, no tiene su origen en la razón, sino en la voluntad.
Al final, no es sorprendente que la verdad sea rechazada porque es ilógica, sino porque es una verdad que no permite que lo que queremos sea verdad. La filosofía moderna es a menudo un sistema para impedirnos conocer la verdad. Se defiende sistemáticamente a sí misma y a sus primeros principios no porque rechace los argumentos de la verdad o de la revelación, sino porque ve que la filosofía, de hecho, lleva en la dirección de la revelación. En muchos sentidos, la filosofía es un enorme sistema diseñado para protegernos de enfrentarnos a la verdad, si esa verdad en sí misma conduce a la coherencia y consistencia de la revelación y su relación con la filosofía como tal.
Al principio, he citado un pasaje de los Hechos de los Apóstoles y otro de Chesterton. En los Hechos, Pablo es amenazado de muerte precisamente porque presenta argumentos a favor de la verdad de su posición. Y Chesterton señala que el propósito de la discusión o el diálogo no es, en última instancia, estar en desacuerdo, sino estar de acuerdo. El propósito del desacuerdo es al final estar de acuerdo. Es decir, el diálogo pretende conseguir algo más allá de sí mismo. Está bien que no estemos de acuerdo antes de entender por qué debemos estarlo. Por otra parte, también es cierto que nos negamos a argumentar o a acordar posiciones filosóficas porque tenemos miedo de a dónde nos lleva la argumentación, si nos lleva a una coherencia en el universo entre la razón y la revelación.
El mundo no está dividido solo por el intelecto y su comprensión de las cosas. Está dividido más fundamentalmente por la voluntad, por la tesis de que, como dijo Benedicto XVI, «queremos poseer el mundo y nuestra misma vida de modo ilimitado» (ibídem). Para lograr esta última ambición, tenemos que mentirnos sobre nosotros mismos y sobre la coherencia del mundo. Para proteger nuestra visión autogenerada de nosotros mismos, tenemos que desarrollar una teoría que justifique lo que hacemos según nuestra propia voluntad. Por eso, por muy útil que sea, el diálogo choca con nuestras voluntades que nos permiten elegir otra visión del mundo que no sea la que es.
El diálogo, por muy útil que sea, nunca es suficiente. Siempre nos enfrenta a esa voluntad que elige no servir, sin importar la evidencia.
Publicado por James V. Schall, sj, en Catholic World Report
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana
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