Frente al inmenso estrado flameaba una colección de incontables estandartes, banderas multicolores llegadas de todos los rincones de la tierra, pancartas amables que saludaban al convocante egregio, un anfitrión que acogía con los brazos abiertos a los peregrinos, sin nada que ofrecerles más allá del ejemplo de su vida, sus palabras y su mediación para que nos llegara una lluvia tumbativa de gracia. A distancia de muchas decenas de metros –quizás medio kilómetro–, me alzaba de puntillas para verle entre un oleaje de cabezas y de manos que se elevaban en un saludo conmocionado porque, aunque él solo era un hombre, uno más, como cada uno de los cientos de miles (más de medio millón, decía la televisión) que formábamos aquella concentración, representaba, nada más y nada menos, a Cristo. En el ejercicio de su papado, San Juan Pablo II era el vicecristo, el dulce…
Autor: Miguel Aranguren
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