Vivimos tiempos convulsos en los que algunas espiritualidades, algunas formas de concebir la Iglesia e, incluso, algunos miembros de la jerarquía, en su afán por mostrarse cercanos y acogedores, acordes con el mundo y las ideologías modernas, han caído en una poderosa trampa: la dictadura de los pobrecitos. No se me interprete mal. No me refiero a los bienaventurados pobres de espíritu que proclama el Evangelio, esos que reconocen su miseria y confían en Dios y en la gracia santificante como fuerza para ser sal y luz verdaderas. Me refiero a la proliferación de un victimismo buenista e inclusivo que, disfrazado de espiritualidad, ha convertido la Iglesia en un centro de terapia emocional o un coladero donde todo es posible, donde el pecado ya no se combate, sino que se pasa sobre él como sobre ascuas encendidas.
Autor: José Carlos Súbtil
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