En el artículo del mes pasado hacía referencia a la sentencia de hace 10 años del caso C-34/10 del Tribunal de Justicia Europeo, de una gran trascendencia para la defensa de la vida humana de los embriones procedentes de la fecundación in vitro. El TJE consideró como no patentables las aplicaciones derivadas de la utilización de los embriones humanos con fines industriales o comerciales, incluida su utilización con fines de investigación científica.
Me parece importante añadir que en lo que afecta al ejercicio de la profesión médica, las leyes desarrolladas en España sobre el aborto, la eutanasia, y lo que afecta a los embriones en la ley de reproducción humana asistida), no responde a las condiciones de respeto al valor supremo de la vida, principal objetivo de la Bioética, ni a los deberes deontológicos de los médicos.
La vida es un hecho biológico, no jurídico. Las leyes están para protegerla no para negarla o afirmarla. La vida está en el punto de partida, y lo que determina su realidad son unas propiedades reconocibles desde la perspectiva biológica. La vida humana, tiene su inicio tras la fecundación –con la fusión de los gametos y la formación del cigoto-, que es cuando surge la identidad genética y por tanto la primera realidad corporal humana. Tras ello la vida transcurre en continuidad hasta la muerte. En el caso humano hay además un valor añadido que es el de su dignidad, que no es algo que se mide o se otorga, sino que se ha de reconocer por igual en todo ser humano. La vida humana tiene un valor inalienable porque tiene “dignidad”.
Esto significa que, el legislador a lo que está obligado es a establecer un régimen de protección del derecho a toda vida humana, en ningún caso a su destrucción. La Constitución Española tiene en cuenta el valor de la vida y lo proclama como el presupuesto elemental e indispensable de todo derecho. Según el artículo 15 de la CE la vida misma es precisamente el presupuesto elemental e indispensable de todo derecho. Si sabemos cuándo se inicia y cuando termina la vida de un ser humano, sabemos cuál es el marco del deber moral de su protección.
Este respeto implica una serie de deberes hacia uno mismo y hacia los demás, entre los que destaca la obligación de tratar a cada ser humano como un fin en sí mismo. La dignidad la poseen todas las personas por igual desde la fecundación hasta la muerte. por el mero hecho de ser humanos.
Sin embargo, la eutanasia y el aborto y cuantas leyes cuestionan el valor de la vida humana en cualquier circunstancia, parten de un concepto erróneo de lo que es la dignidad, al establecer diferentes categorías en función de la salud o utilidad social.
Las leyes del aborto, la eutanasia y las que autorizan la selección y utilización de los embriones, han surgido, al margen de los datos de la ciencia. No han querido tener en cuenta que hay vida humana desde la fecundación, en el embrión y el feto, las primeras etapas de la vida humana. Además, no se han fundamentado en valores objetivos de moralidad, que se basan en la dignidad de toda vida humana. Por eso nos recuerda el papa Francisco en Fratelli tutti, que «En el fondo «no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si “ya no sirven” —como los ancianos—».
Las personas partidarias de elegir la propia muerte, o aprobar la utilización destructiva de un embrión o la eliminación de la vida fetal, se refieren a un concepto relativista y utilitario de la dignidad. Se valora la vida de acuerdo con criterios subjetivos, relativos y variables de una persona a otra o con el tiempo. Desde esta perspectiva, el derecho a morir dignamente significa el derecho que toda persona debe tener a decidir sobre los límites aceptables de su autonomía y su calidad de vida. El problema es que, aceptando esto como un derecho subjetivo se entra en la dinámica de aceptarlo para todos y en cualquier circunstancia, y se produce una deriva, una pendiente deslizante, hacia la clasificación de las personas como más o menos dignas de vivir: señores y esclavos, nobles y vasallos, útiles e inútiles, etc. Por ello, el derecho a la vida es irrenunciable en la medida que no se puede minusvalorar la dignidad ni por tanto exigir el derecho a morir.
El Prof. Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho de la URJC, señala que:
«Si hay un derecho a morir, habría un deber de matar por parte del médico, y esa contraposición entre derecho y deber, además de romper todos los principios de nuestra civilización europea, …no encaja en nuestra Constitución».
De modo que, partiendo de que no existe un derecho a morir, ya que la muerte es un hecho natural que sobreviene siempre y a todos y no una opción, en el caso de la eutanasia o el suicidio asistido, el error nuclear es además, confundir ese pretendido derecho a morir con el derecho a ser matado. Lo grave es que se reclame el derecho a ser matado por otro, máxime cuando no se encuentra quien esté dispuesto a hacerlo, y se pretenda, entonces, cargar a los médicos del Sistema Público de Salud u otros funcionarios ad hoc con el «deber» de producir la muerte al solicitante. Si ya esto es grave de por sí, pero aun es incluso negar el derecho a la objeción de conciencia que incluso se trata de imponer con tal de favorecer el cumplimiento de unas leyes injustas.
Por ello, las leyes que admiten acabar con la vida humana no solo no respetan la dignidad que nos hace a todos iguales, sino que van en contra de los deberes éticos de quienes se supone tienen el deber de atender la salud. Ni el aborto ni la eutanasia son actos médicos, pues no responden a los objetivos de la curación, alivio, prevención o promoción de la salud señalados como los deberes médicos en el Código de Deontología de la Organización Médica Colegial española de 2011.
Como consecuencia se puede afirmar que las leyes que atentan contra la vida humana, serán legales, pero no son justas, ni por tanto son legítimas. No contemplan la lex artis, ni tienen en cuenta las exigencias de una buena ley que debe ser respetada por todos los ciudadanos y que debe tener en cuenta que el individuo pueda desarrollar su vida de forma personal.
Se deben promulgar nuevas leyes, después de una reflexión multidisciplinar en la que lo primero ha de ser el conocimiento de los hechos, lo que aporta la ciencia y en particular la Biología sobre que cuando estamos ante una vida humana. Luego se debe reflexionar sobre la moralidad; lo que se puede o no hacer teniendo presente los hechos conocidos y el valor y dignidad del sujeto sobre el que se desea actuar. Finalmente, en el análisis sobre lo que es éticamente aceptable, el Derecho juega el último papel, el que convertiría el acto a realizar en legal o no.
Solo serían aceptables las acciones en el caso de que los datos de la ciencia o el análisis ético indicasen que por su naturaleza el sujeto sobre el que se legisla no tiene un valor intrínseco que imponga un respeto especial, pero esto no será nunca el caso de un ser humano, con independencia de sus circunstancias temporales, sociales o de salud,
Las leyes deben constituir el ultimo eslabón, no el primero. No se puede empezar la casa por el tejado, establecer el aborto o la eutanasia como un derecho para después retorcer los hechos objetivos y terminar negando la existencia de una vida humana en las primeras etapas de su desarrollo o su valor intrínseco en igualdad para todos.
Por Nicolás Jouve, Catedrático Emérito de Genética y Presidente de CíViCa. Miembro del Comité de Bioética de España.
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