Ayer me preguntaron a bocajarro si pensaba que Tomás Moro había fracasado o triunfado. Habíamos terminado de ver la película Un hombre para la eternidad, así que teníamos ante nuestros ojos –todavía palpitante– la escena del cadalso.
A los ojos de los presentes esa mañana del 6 de julio de 1535, el fracaso de Moro caía de cajón. Lo había sido todo en Inglaterra, sólo el rey por encima, y ahora lo decapitaban, y por una aparente cabezonería y, por tanto, casi con justicia poética. Además, lo desmembraban, sometiendo las partes a oprobio público. Para muchos, era inconcebible que no hubiese dado capricho a Enrique VIII en una cosa tan tonta como echar una firma de nada en el Acta de Supremacía. Fracaso, pues, por todo lo alto.
Con el correr de los años, sin embargo, su éxito fue sacando la cabeza.
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Autor: Enrique García-Máiquez
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