Con cinco años, la australiana Melissa Dwyer encontró el que durante años sería su «primer y único amor»: el deporte. Desde entonces, su mayor sueño fue representar a su país como lanzadora de jabalina en los Juegos Olímpicos. Como favorita, quedaban pocos meses para los Juegos de Sydney 2000, cuando tuvo que elegir entre alcanzar la cumbre del éxito o desvivirse por servir a Dios y a los que más la necesitaban. Y no lo dudó.
Nacida en Sydney pero criada y educada en Brisbane (Australia), Dwyer cuenta en el portal de las hermanas Canossianas que desde niña, su madre tenía que llevarla «a rastras» a misa los domingos.
«La televisión me gustaba mucho y la misa coincidía con mis entrenamientos deportivos, así que para mí, sentarme en un banco o rezar era una pérdida de tiempo«, relata.
Sin embargo, no era una mera aficionada: desde los cinco años, cuando algunos niños aún no saben hablar, ella soñaba con representar a su país en los Juegos Olímpicos.
Dominaba no pocas disciplinas como el netball, el hockey, el cricket o el tenis, pero sin duda, había nacido para el lanzamiento de jabalina. De hecho, la primera vez que cogió una en toda su vida obtuvo el récord del club deportivo al que asistía.
Su dedicación era total y exclusiva. Tanto que tenía un póster en su cuarto que decía «el segundo puesto es el primer perdedor» y recuerda el deporte como su «primer y único amor».
Parecía tenerlo todo, pero estaba vacía
En la universidad, estudiando para ser profesora de Educación Física, «tenía muchos amigos y parecía tenerlo todo, pero en el fondo me sentía vacía y perdida y dudaba de mí misma«.
«Después de buscar un poco se hizo evidente que una relación personal con Jesús era lo único que podía satisfacer mis necesidades«, así que «me uní a un grupo de jóvenes y comencé a ir a la Iglesia», recuerda.
La fecha esperada se acercaba, y tras años de entrenamiento a tiempo completo, Melissa ganó el Campeonado Abierto de Nueva Gales del Sur y fue seleccionada para las pruebas de los Juegos Olímpicos que se celebrarían en Sydney en el año 2000.
La joven de 19 años era la favorita, pero su sed de llenar el vacío que le persiguió durante años le obligó a decidir: en las mismas fechas de las pruebas las Hijas de la Caridad Canossianas le invitaron a un voluntariado en África.
«Me entusiasmó… Me fui a África pensando que aún me quedaban años para cumplir mis sueños, pero mi vida cambiaría para siempre«, recuerda.
El oro olímpico «se le quedaba corto»
“Cuando me ofrecieron ir a Malawi por primera vez, tuve que sacar el atlas y ver a dónde estaba”, recordó recientemente Dwyer en la Universidad Católica de Australia.
Cuando llegó a su destino, la australiana trabajó a partes iguales en la educación y asistencia a jóvenes sin hogar.
No sabía que la historia y amistad con Neema, una pequeña niña de 11 años, daría un vuelco a su vida.
«Casi todos los días era violada por personas sin hogar, y cuando llegó el momento de regresar me suplicó volver a Australia conmigo. No pude hacer nada para ayudarla», recuerda Dwyer.
Aquella experiencia fue determinante en la decisión que estaba a punto de tomar: “Me sentí inútil, me enfadé con Dios… pero me quedó muy claro que sí había algo que podía hacer y era dejar el mundo del deporte y entregar mi vida por completo a Dios y a los pobres como Hija de la Caridad Canossiana».
En lugar del éxito olímpico, la hermana Melissa Dwyer decidió entregarse a Dios y educar durante años a niñas y jóvenes de Malawi.
Directora escolar y formadora de jóvenes
Cuando regresó junto a su familia y expuso la noticia, «todos pensaron que estaba loca». Sin embargo, «sabía que amaba a Jesús desesperadamente y quería seguirlo radicalmente para que no solo tuviera el primer lugar en mi corazón, sino también el único», recuerda.
En 2005 hizo sus votos como religiosa Canossiana y en 2008 pudo regresar a África para «servir a la gente de Malawi».
«Viajar con estas personas que no tienen nada pero que están tan llenas de alegría me enseñó mucho. La gente podría pensar que trabajar en una aldea sin móvil, con un internet limitado, poca electricidad y sin agua caliente es difícil. Pero me enseñó que las mayores riquezas no son las externas, sino el corazón que ama. La gente de Malawi me abrió su corazón y me siento muy bendecida de haber tenido la oportunidad de compartir la vida con ellos», menciona.
Su dedicación, determinación y convicción de la necesidad de educar a los niños de Malawi llevaron a la religiosa a ocupar la dirección de la Escuela Secundaria Bakhita en Balaka (Malawi) entre 2009 y 2016, educando a cientos de niñas y jóvenes.
«No lo cambiaría por nada»
El pasado 6 de abril, la Universidad Católica de Australia condecoró a la religiosa con el doctorado honoris causa en reconocimiento a su labor educativa realizada en Malawi.
La hermana Melissa, recibiendo el doctorado honoris causa por la Universidad Católica de Australia.
«No me veía siendo monja, no me veía trabajando en el mundo subdesarrollado y no me veía terminando en el otro lado del mundo en una escuela de un pueblo rural, pero no lo cambiaría por nada«, mencionó en el discurso de recepción del título. Lo dedicó a todos sus conocidos de Malawi: “Es en su nombre que acepto el reconocimiento, consciente de que espero poder inspirar a una persona a través de mi historia a que marque una diferencia en su vida”.
Su sueño, expresó, «era el oro olímpico», pero hoy lo es sin duda Cristo y la vida religiosa. «Sé que si realmente quiero seguir radicalmente a Jesús, necesito un corazón que escuche y el coraje para seguir donde Dios me llame en cada momento», concluye.