Cuando Carlos Bou Aliaga recuerda su juventud, menciona momentos de dolor y éxito a partes iguales. Al enviudar prematuramente, se quedó solo con dos hijos mientras se alejaba de la fe y se dedicaba por entero a su trabajo de éxito en una gran multinacional. Tras enfermar y pasar semanas al borde de la muerte, recuerda en Cambio de Agujas cómo el abrazo de un sacerdote le cambio la vida para siempre.
Pasado el tiempo, Carlos menciona que de haber tenido acompañamiento espiritual habría sido sacerdote desde su juventud. Sin embargo, a los 22 años, se casó. Pese a que hoy sabe que Dios «nunca se alejó» de su vida y a la profunda educación católica que recibió, no tardó en distanciare de la fe cuando llegó el dolor a su vida.
¿Dónde está Dios?
Su primer gran golpe fue saber que, casi con toda certeza, su hija recién nacida -María- moriría pocos días después de nacer por una parálisis cerebral severa. «Mi mujer se volcó en la atención de la pequeña, nuestro matrimonio se deterioró y tuvo una leucemia. Se murió en un año«, relata.
«¿Dónde estaba Dios ahí?», se preguntó.
Viudo con poco más de 30 años y padre de dos hijos, una muy enferma, Carlos se mudó a casa de sus padres. «Sin ellos no hubiera sido nada ni habría podido trabajar», recuerda.
Pero gracias a su ayuda pudo entrar a trabajar a una gran multinacional valenciana que le permitió darse toda clase de lujos y «vivir como si fuera el rey«. «Tenía un buen sueldo, coche, tarjeta… me creía el rey del mundo y quería mandar», mientras vivía de espalda a la fe con la que había crecido.
Cuenta que esa vida terminó cuando el Señor se hizo presente en su vida, nuevamente, a través del dolor.
«Cogí una enfermedad y me hospitalizaron mientras vivía completamente en el mundo. No iba a misa y llevaba 15 años sin confesarme. Estaba completamente separado de la Iglesia y vivía completamente en el mundo», menciona.
La enfermedad le devolvió la fe
Entonces sucedió lo que recuerda como su «cambio de agujas» particular: «Cuando estaba enfermo, no sabían lo que tenía, estuve de baja y pensé que me moría en pecado mortal y que necesitaba comulgar y confesarme«.
En cuanto pudo buscó un sacerdote para recibir los sacramentos y encontró a un anciano párroco que hoy recuerda como «el rostro del padre misericordioso en la parábola del hijo pródigo».
«No me preguntó nada y me salieron todos los pecados y cosas que había hecho mal como un torrente. Él solo me decía: `Tranquilo, el Señor te perdona´ y me dio un abrazo. Sentí el amor misericordioso del Señor y ese abrazo me cambió la vida. El Señor me estaba esperando para decirme: `Carlos, te perdono´».
«Ese momento me cambia la vida, cuando te das cuenta de la obra misericordiosa que el Señor hizo conmigo. Tenia un ansia grandísima de acercarme a la palabra de Dios», relata.
Llamado a estudiar -y difundir- la Teología
Mientras se recuperaba de la enfermedad, Carlos se prejubiló y se dedicó a «recuperar todo ese tiempo perdido» dedicándose a la Iglesia y a Cáritas, recibía los sacramentos a diario y profundizó en la fe que creía olvidada.
Pasaron los años y se dedicaba a «ser un buen laico» hasta que, una vez jubilado, sintió que Dios le llamaba a estudiar Teología.
«Tenía 52 años y cuando presenté la solicitud, el rector de la facultad me llamó y me preguntó: `¿Tú no tienes vocación sacerdotal?´».
Hasta ese momento Carlos no se había planteado que pudiese estar llamado al sacerdocio, pero pocos días después le llamó el rector del seminario menor de Valencia y comenzó a acompañarle espiritualmente hasta que un día dijo: `Lo tengo claro´».
«Un bicho raro» en el seminario
«Era un bicho raro, tenía 50 años, dos hijos…siempre me consideré mayor para ordenarme, pero el Señor me puso gente maravillosa y me ayudaron muchísimo. Tuve una entrevista con Carlos Osoro, apostó por mí y junto con otros cuatro compañeros mayores, entramos al seminario», relata.
Concluidos los años de formación y una vez ordenado, Carlos relata su historia con frecuencia en las homilías y menciona que por encima del éxito económico y laboral, «el Único que te da la plenitud de corazón es Dios, el Señor«.
Antes de concluir, el sacerdote y padre de dos hijos recuerda la última llamada que recibió del obispo antes de su ordenación, preguntándole qué era lo que más miedo y respeto le daba del sacerdocio.
«Le dije que el sacramento del perdón. `¿Seré capaz de poder dar una palabra de perdón a la gente?´ Con que hagas patente y visible la decima parte de lo que el Señor te ha perdonado y te ama, serás un buen confesor. Y eso es lo que procuro hacer cada vez que confieso y absuelvo los pecados», concluye.