Me lo decía ayer un sacerdote bueno, con esa mezcla de picardía y lucidez que solo da la fe vivida, cuando le agradecí su claridad en la defensa de la fe: “Prefiero que me fulminen por varón que por bujarrón.” Y uno entiende perfectamente lo que quiere decir. En una Iglesia donde ya no escandaliza la tibieza, la irreverencia o el pecado público, lo que más molesta —lo que de verdad irrita a los señores obispos, a sus eminencias, a…— es el sacerdote viril, claro, alegre, que celebra de cara a Dios y no se disculpa por serlo.
Ya no tiemblan ante los abusos litúrgicos ni ante los templos vacíos. Les da igual que nadie crea, que las homilías suenen a coaching y que los jóvenes huyan de la confirmación como de la varicela. Pero que un cura se vista de sotana, rece el rosario o cite a santo Tomás… eso sí que provoca reacciones. Ahí se activan todas las alarmas:…
Autor: Carlos Balén
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