Como decía el autor de La peste mucho se puede aprender de las calamidades, muchas lecciones se pueden extraer de la tragedia y el sufrimiento. Y paradójicamente en situaciones como las que estamos viviendo, hay motivos para estar agradecidos.
Ahí van algunos:
– Gracias al teniente coronel de la Guardia Civil Jesús Gayoso, muerto en acto de servicio, al confinar a un grupo de vecinos de Haro (Rioja) para contener un brote de coronavirus. Y con él, gracias a todos los militares, guardias civiles, fuerzas de seguridad, que se juegan la vida para mitigar los efectos de la plaga y ayudar a la población civil.
– Gracias a los cireneos del siglo XXI. Grandes empresarios como Amancio Ortega, donando mascarillas; cadenas hoteleras repartiendo alimentos o cediendo alojamientos; ONGs como HazteOir.org, haciendo acopio de miles de botellas de agua para los enfermos que se deshidratan; empleados de supermercados y farmacias; repartidores de paquetes, comida, libros; o voluntarios como Fermín, que durante 20 años acompañó a un millar de enfermos incurables, y al que se lo ha llevado la plaga a los 82 años. O tantos otros que no salen en los medios de comunicación, gente anónima, improvisados ciudadores, solícitos vecinos, que están ahí cuando más se les necesitan, sin que nadie se lo pida, para socorrer, aliviar, o simplemente coger la mano.
Gracias a los voluntarios de 6ª de carrera, cadetes del arte de Galeno, que estrenan su vocación en un escenario extremo, de sangre, sudor y mascarillas, que es a la vez una oportunidad única
– Gracias a los médicos, enfermeros, sanitarios, que se están dejando la piel en una proeza desesperada, sin medios, contrarreloj, al borde de la extenuación, exponiéndose al contagio. También a los voluntarios de 6ª de carrera, cadetes del arte de Galeno, que estrenan su vocación en un escenario extremo, de sangre, sudor y mascarillas, que es a la vez una oportunidad única. Y no digamos a los facultativos retirados que regresan al campo de batalla, despreciando el peligro, fieles al juramento que hicieron de mozos de lidiar con la enfermedad y aliviar al enfermo.
– Gracias a Albert Camus, por La peste, esa espejo literario en el que ahora podemos mirarnos. La novela nos enseña que, igual que en la vida real, en medio del dolor surgen héroes de la solidaridad, como los personajes de Tarrou o el doctor Rieux. Que el sufrimiento de los inocentes no es un sinsentido, y que algo se aprende de las plagas, por devastadoras que sean, por ejemplo que «hay en el hombre más cosas dignas de admiración que de desprecio».
– Gracias a Pascal, y su frase: «Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación». Hemos tardado casi quinientos años en darle la razón.
Pero también están los inventores, benditos inventores.
– Gracias a Johannes Gutenberg, que hacia 1440, inventó la imprenta de tipos móviles. Su Biblia, la famosa Biblia de 42 líneas, cambió la Historia y supuso una verdadera revolución de la que todavía vivimos. Qué sería ahora de nosotros sin libros… y sin biblias.
– Gracias a Alexander Graham Bell, que en 1876 patentó el teléfono, ese bendito aparato, tatarabuelo del smartphone que nos permite burlar el cerco de aislamiento de la pandemia y saber de nuestros padres, hermanos, amigos y compañeros.
– Gracias a los hermanos Louis y Auguste Lumière (y a Georges Melies, y ya puestos, a D.W. Griffith, y a Chaplin). Sin el cinematógrafo, que echó a andar en 1895, y luego el lenguaje cinematográfico desarrollado por los grandes maestros del séptimo arte, no tendríamos películas que llevarnos a la boca y al espíritu, para distraernos y olvidar un ratito la tribulación.
Gracias a Tim Berners-Lee, matemático británico, padre de la World Wide Web (www) ¿Qué sería de nosotros, confinados en agujeros, sin teletrabajo, ni internet?
– Gracias a John L. Baird, ingeniero y físico británico, que en 1926 consiguió transmitir una cabeza de muñeco con una definición de 28 líneas y una frecuencia de cuadro de 14 cuadros por segundo en el ático de su casa. Acababa de inventar la televisión mecánica, basándose en experimentos de otros ingenieros como Paul Nipkow, o el ruso Vladímir Zworykin. Luego vinieron la tele en color, el vídeo, el plasma… y esas series a las que estamos enganchados. Benditas series. Pero el rudimento se lo debemos a míster Baird.
– Gracias a Sir Tim Berners-Lee, matemático británico, padre de la World Wide Web (www) y creador, junto con su equipo, el lenguaje HTML (HyperText Markup Language), el protocolo HTTP (HyperText Transfer Protocol) y el sistema de localización de objetos en la web URL (Uniform Resource Locator). ¿Qué sería de nosotros, confinados en agujeros, sin teletrabajo, ni internet?
Finalmente gracias a los pastores, los que descienden a la arena del dolor, se ensucian con el barro de la tribulación, se rozan con los que sufren… “pastores con olor a oveja”.
– Gracias a don Giuseppe Berardelli, 72 años, sacerdote de la diócesis italiana de Bergamo, que murió de coronavirus tras ceder su puesto a un enfermo más joven. Como él, otros muchos sacerdotes, religiosas, monjas, se están jugando el tipo por atender a los enfermos, administrar los sacramentos o confortar a los moribundos.
Qué sería de los pacientes sin esos héroes anónimos que se meten en la boca del lobo para consolar, rezar, dar la absolución. Qué sería de tanto anciano confinado en soledad en su casa, sin las misas televisadas. Qué sería del pueblo fiel, sin el papel de tantos párrocos y capellanes, que no dejan tirado a su rebaño, que demuestran que no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Qué sería de este Titanic sin iceberg en que se ha convertido el planeta en cuestión de unas semanas, si no fuera por la fe.
Gracias a todos ellos. Son la prueba palpable de que el hombre no es una isla; de que, a pesar de las apariencias, el mal no tiene la última palabra; y de que tienen razón quienes homenajean a los héroes caídos en acto de servicio: después de todo la muerte no es el final.
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