Artículo realizado por el Padre Emmanuel André
X. El Advenimiento del Juez Supremo
Vano es intentar precisar la hora en que tendrá lugar el segundo advenimiento de Nuestro Señor,siendo como es un secreto impenetrable para toda criatura: «Lo
que toca a aquel día y hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el Padre solo» (Mt. 24 36). Sin embargo este momento supremo, que pondrá
término a este mundo de pecado, será precedido de señales portentosas, que fijarán la atención no sólo de los creyentes, sino también de los mismos impíos.
1º Signos precursores de la segunda venida de Cristo.
Ante todo tendrá lugar, como ya hemos dicho, la persecución del Anticristo, y la aparición de Henoc y de Elías. Y al decirnos San Pablo que Jesucristo «destruirá al impío con el soplo de su boca, y lo aniquilará por el esplendor de su advenimiento» (II Tes. 2 8), pareciera que el castigo del Anticristo coincidirá con el advenimiento del Juez supremo. Con todo, no es éste el sentimiento general de los exegetas, por cuanto los Evangelios insinúan con bastante claridad que habrá un cierto lapso de tiempo, aunque bastante corto, entre el castigo del monstruo y la consumación de todas las cosas. En efecto, ¿qué dice Nuestro Señor? Comienza por describir una tribulación tal, cual no la hubo jamás desde el comienzo del mundo; es la persecución del Anticristo. Luego añade:
«Después de la tribulación de aquellos días, el sol se entenebrecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán. Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se golpearán el pecho todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad» (Mt. 24 29-30).
Estos son los signos que precederán inmediatamente el advenimiento de Jesucristo como Juez. Pero ¿cómo conciliar todas estas señales formidables con el carácter repentino e imprevisto que, según otros textos del Evangelio, revestirá este advenimiento? Porque luego Nuestro Señor nos representa a los hombres de los últimos días del mundo semejantes a los contemporáneos de Noé, a los que el diluvio sorprendió comiendo y bebiendo, casándose ellos y casándolas a ellas (Mt. 24 36-40). Santo Tomás responde a esta objeción diciendo que todos los trastornos precursores del fin del mundo pueden considerarse como formando un todo con el Juicio mismo,similares a esos crujidos siniestros que no se distinguen del hundimiento que les sigue:
«Antes de que empiecen a aparecer las señales del juicio, los impíos se creerán en paz y en seguridad, a saber, después de la muerte del Anticristo, porque no verán acabarse el mundo, como lo habían estimado antes» (Suppl., 73, 1, ad 1).
Así pues, antes de todos estos presagios terribles, los hombres se burlarán de las advertencias de la Iglesia. Pero cuando oigan crujir el aparato del mundo, palidecerán; y como dice San Lucas, «perderán el sentido por el terror y la ansiedad de lo que va a sobrevenir al mundo» (Lc. 21 26).
2º Triunfo de la Iglesia y posterior caída del mundo.
Mantenemos como incontestable que la muerte del Anticristo será seguida de un triunfo sin igual de la santa Iglesia de Jesucristo.
Las alegrías proféticas de Tobías que recupera la vista al mismo tiempo que a su hijo; el gozo embriagador de los judíos a la caída de Amán y de sus satélites; los arrebatos de los habitantes de Betulia, liberados por Judit del cerco de hierro que los estrechaba; la purificación del templo por los Macabeos, vencedores del impío Antíoco; finalmente y sobre todo, la calma y el triunfo apacible de Job restablecido por Dios en todos sus bienes, viendo acudir a sus pies a sus amigos y a sus familiares arrepentidos:todas estas imágenes expresan de manera insuficiente el estado de la santa Iglesia que abre su corazón y sus brazos maternos tanto a sus enemigos como a sus hijos, tanto a los judíos convertidos como a los herejes reconciliados, tanto a los descendientes de Cam como a los hijos de Sem y de Jafet; en una palabra,realizando la gran unidad comprada al precio de la sangre de un Dios: ¡un solo rebaño y un solo Pastor!
Por desgracia, estos hermosos días durarán tan sólo el tiempo necesario para relegar al olvido los solemnes sucesos que los habrán hecho nacer. Poco a poco la
tibieza volverá a suceder al fervor, y este paso insensible se hará tanto más rápido, cuanto que la Iglesia no tendrá enemigos que combatir. El padre Arminjon conjetura así el estado en que entonces caerá el mundo:
«La caída del mundo tendrá lugar instantáneamente y de improviso: “Vendrá el día del Señor como ladrón” (II Ped. 3 10). Será en una época en que el género humano, sumergido en el sueño de la más profunda incuria, estará a mil leguas de pensar en el castigo y en la justicia. La divina misericordia habrá agotado todos sus medios de acción. El Anticristo habrá sido aniquilado. Los hombres dispersados por todas partes habrán sido llamados al conocimiento de la verdad. La Iglesia católica, por última vez, se habrá difundido en la plenitud de su vida y de su fecundidad. Pero todos estos favores señalados y sobre abundantes se borrarán de nuevo del corazón y de la memoria de los hombres. La humanidad, por un abuso criminal de las gracias, volverá a su vómito. Volcando todas sus aspiraciones hacia la tierra,se apartará nuevamente de Dios, hasta el punto de no ver ya el cielo, y de no acordarse más de sus justos juicios (Dan. 13 9). La fe se apagará en todos los corazones. Toda carne acabará corrompiendo su camino. La divina Providencia juzgará que ya no hay remedio alguno.
Será, dice Jesucristo, como en los tiempos de Noé. Los hombres vivían entonces despreocupados, plantaban, construían casas suntuosas, se burlaban alegremente de Noé, que trabajaba noche y día por construir su arca: ¡Qué loco, qué visionario! Eso duró hasta el día en que sobrevino el diluvio, y se tragó toda la tierra (Lc. 17 27). Así, la catástrofe final se producirá cuando el mundo se crea en la seguridad más completa; la civilización se hallará en su apogeo, el dinero abundará en los comercios, jamás los fondos públicos habrán conocido un alza tan grande. La humanidad, rebosando de una prosperidad material inaudita, dirá como el avaro del Evangelio: “Alma mía, tienes bienes para largos años, bebe, come, diviértete…” Pero de repente, en medio de la noche –porque en esa hora de la medianoche en que el Salvador apareció una primera vez en sus anonadamientos, volverá a aparecer en su gloria–, los hombres, despertándose sobresaltados, escucharán un gran estrépito y un gran clamor, y se dejará oír una voz que dirá: “Dios está aquí, salid a su encuentro” (Mt. 25 6)».
La gran catástrofe será precedida de signos aterradores cuyo conjunto formará un supremo llamado de la divina misericordia al arrepentimiento. ¡Muy ciego y endurecido será quien resista a él!
El sol se oscurecerá, como agotado por una pérdida de luz. La luna no recibirá ya una irradiación lo suficientemente viva como para brillar ella misma. El cielo se enrollará como un libro, invadido por una oscuridad espesa. Los astros del cielo se tambalearán, pues las leyes del movimiento de los cuerpos celestes parecerán suspendidas. Habrá una profunda turbación en el mar, un gran estrépito de olas levantadas, y la tierra se verá sacudida de movimientos insólitos; y los hombres no sabrán dónde refugiarse para huir de los elementos desencadenados. Por fin la tierra se abrirá, y lanzará globos de llamas que producirán un incendio universal, mientras aparece en los aires una cruz esplendorosa que anunciará la venida del sumo Juez.
¿Cuánto durarán estas señales? Nadie lo sabe. Lo que la Escritura nos dice es que los hombres se secarán de espanto. Es perfectamente legítimo esperar que, al acercarse el juicio, una buena parte de los hombres, viendo trastocarse los cielos, y sintiendo fallar la tierra bajo sus pies, harán un acto de contrición suprema y volverán a entrar en gracia de Dios.
Por lo que se refiere a los justos, levantarán la cabeza con confianza, y la cruz resplandeciente los llenará de alegría. La carrera mortal de la Iglesia habrá concluido. El mundo sólo esperará, para concluir su historia, a que Ella haya recogido al último de sus elegidos.
XI. Conclusión
Al echar una mirada sobre los destinos futuros de la Iglesia y de la humanidad, nos hemos apoyado únicamente en las profecías, que forman parte integrante de la Escritura divinamente inspirada; por lo que pensamos que no puede negarse sin temeridad lo que hemos afirmado sobre el Anticristo, la aparición de Henoc y Elías, la conversión de los judíos, y las señales precursoras del Juicio.
¿Nos habremos acaso equivocado al ver en el estado presente del mundo los preludios de la crisis final que se describe en los Santos Libros? No lo creemos. La apostasía comenzada de las naciones cristianas, la desaparición de la fe en tantas almas bautizadas, el plan satánico de la guerra armada contra la Iglesia, la llegada al poder de las sectas masónicas, son fenómenos de tal envergadura, que no podríamos imaginar otros más terribles.
No se falsee, sin embargo, nuestro pensamiento. Nuestras reflexiones y conjeturas sobre la gravedad de la situación presente no son de ningún modo incompatibles con la confianza más absoluta en los magníficos destinos futuros de la Iglesia. La humanidad está inquieta y vacilante. Al lado del mal está el bien; al lado de la propaganda revolucionaria y satánica hay un movimiento de renacimiento católico, manifestado por tantas obras generosas y empresas santas. Las dos corrientes se delinean cada día más claramente. ¿Cuál de ellas triunfará? Sólo Dios lo sabe. Por otra parte, la carrera terrena de la Iglesia parece lejos de concluirse, porque Nuestro Señor nos hizo saber que el fin de los tiempos no llegaría antes de que el Evangelio haya sido predicado en todo el universo, en testimonio para todas las naciones (Mt. 24 14). ¿Cómo llevará la Iglesia este testimonio de Nuestro Señor a las naciones que aún lo ignoran, o que lo han recibido insuficientemente? ¿Será en una época de paz relativa, o en medio de las angustias de una persecución religiosa? Se pueden formular hipótesis en ambos sentidos.
Por otra parte, al creer que asistimos a los preludios de la crisis que traerá consigo la aparición del Anticristo en la escena del mundo, nos guardamos muy bien de la ridícula temeridad de determinar tiempos y momentos.
Para matizar nuestro pensamiento, permítasenos la siguiente comparación. Un viajero descubre en su camino una vasta extensión de un país, limitado en el horizonte
por montañas. Ante sus ojos se delinean claramente esas montañas lejanas, pero no sabría evaluar la distancia que separa a unas de otras. Cuando empieza a atravesar esta distancia intermediaria, halla entre ellas barrancos, colinas y ríos, y la meta parece alejarse a medida que se acerca a ella. Así sucede con nosotros en el tiempo presente.
Podemos presentir la crisis final, viendo cómo se urde y desarrolla ante nuestros ojos el plan satánico del que será la suprema coronación. Pero, en el estado actual de esta crisis, ¡cuántas sorpresas nosreserva aún el futuro! ¡cuántasrestauraciones del bien siguen siendo posibles! ¡cuántos progresos del mal lo son también!¡cuántas alternativas en la lucha! ¡cuántas compensaciones al lado de las pérdidas!
En esta incertidumbre, a la que intentamos sobreponernos con el pensamiento de la Providencia, ¿qué podemos hacer? Velar y orar. Velar y orar, porque los tiempos son incontestablemente peligrosos (II Tim. 3 8); pues hay un peligro grande, en esta época de escándalo, de perder la fe. Velar y orar, para que la Iglesia realice su obra de luz, a pesar de los hombres de tinieblas. Velar y orar, para no entrar en la tentación. Velar y orar en todo tiempo, para ser hallados dignos de huir de estas cosas que sobrevendrán en el futuro, y de mantenernos de pie en presencia del Hijo del hombre (Lc. 21 24).
Fuente: Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora C. C. 308 – 1744 Moreno, Pcia. de Buenos Aires