En su encíclica, el Papa Juan Pablo II hizo un llamada a un “nuevo feminismo”, “nuevo” en el sentido de la novedad radical del propio cristianismo, no una respuesta cristiana reaccionaria al feminismo secular.
Tal vez en ningún momento de la historia humana la urgencia de la proclamación del “Evangelio de la Vida” – el nombre dado al 11 de las 14 encíclicas del Papa Juan Pablo II – ha sido tan evidente como hoy. En efecto, en este 25º aniversario de la Evangelium Vitae (promulgada el 25 de marzo de 1995), es más feroz que nunca la puesta en tela de juicio sistemática e ideológica de la dignidad y la protección de la vida humana, por parte de las mismas instituciones que tradicionalmente se han encargado de protegerla: el Estado, la profesión médica, incluso -y tal vez lo más triste, como señaló Juan Pablo II en esta misma encíclica- la propia familia, “que por su naturaleza está llamada a ser el “santuario de la vida”” (EV, 9).
En un plano más positivo, fue en el contexto de esta “cultura de la muerte” (12) e incluso de lo que él consideraba una “conspiración contra la vida” (17), que este santo Papa, en “cooperación” con “el episcopado de todos los países del mundo” (5), señaló a las mujeres como “ocupando un lugar, en el pensamiento y en la acción, que es único y decisivo” para “transformar la cultura de modo que apoye la vida”.
Por esta razón, nos llamó a nosotras, las mujeres, “a promover un ‘nuevo feminismo’ que rechace la tentación de imitar los modelos de ‘dominación masculina’, a fin de reconocer y afirmar el verdadero genio de la mujer en todos los aspectos de la vida de la sociedad, y superar toda discriminación, violencia y explotación” (99).
¿Qué es el “nuevo feminismo”?
Basándose en el importante pasaje de Evangelium Vitae citado anteriormente (nº 99), se pueden señalar las siguientes características de este nuevo feminismo.
1) Su objetivo principal es el de transformar la cultura con el fin de promover y sostener la vida humana.
2) Procede del pensamiento y de la acción de la mujer, es decir, no puede limitarse a la teoría o a la práctica, sino que busca un matrimonio entre ambas.
3) Un nuevo feminismo parte del hecho que el pensamiento y la acción de la mujer son “únicos y decisivos”: nuestra contribución no es, en otras palabras, idéntica a la del hombre (y la frase siguiente reafirma este punto insistiendo en que “rechaza la tentación de imitar los modelos de ‘dominación masculina’”); tampoco es incidental.
4) Un nuevo feminismo desafía la “dominación masculina”, en contraste, por ejemplo, con la dirección o el liderazgo masculinos. Esto no quiere decir que niegue los papeles de liderazgo a las mujeres. En cualquier caso, el liderazgo -como la jefatura- debe entenderse y vivirse siempre como un servicio a los demás.
5) Más allá de su afirmación del pensamiento y la acción únicos de la mujer, un nuevo feminismo fomenta el “verdadero genio” de la mujer, cuyo contenido permanece indefinido, aunque trataremos de completarlo en lo que sigue.
6) Lejos de limitar el alcance de la influencia de la mujer -a la esfera doméstica, por ejemplo-, trata de fomentarla dentro de “todos los aspectos de la vida de la sociedad”.
7) Un nuevo feminismo busca “superar toda discriminación, violencia y explotación”; la de las mujeres, ciertamente, pero también la de los niños, los minusválidos, los ancianos y todos aquellos que son débiles e indefensos.
En vista de estas características, hay buenas razones para creer que un nuevo feminismo avanzará de manera casi orgánica: nuestra praxis de actuación de estos principios ayudará a avanzar en nuestra comprensión teórica de un nuevo feminismo, lo que a su vez incitará aún más a nuestra praxis.
Las mujeres son, por supuesto, tanto actores como teóricas en este esfuerzo, pero no estamos solas. Un nuevo feminismo que aísla a las mujeres no es mejor, y tal vez sea peor, que aquel al que se opone: a saber, “modelos de ‘dominación masculina’ por un lado, y “discriminación, violencia y explotación” por el otro.
De ello se desprende que todos tenemos un papel que desempeñar en la formación de este nuevo feminismo, aunque fue específicamente a las mujeres a quienes Juan Pablo II dirigió el desafío de promover este “nuevo feminismo”.
Lo que el nuevo feminismo no es
Es sumamente importante que al promover el nuevo feminismo, evitemos posibles malentendidos asociados con el término feminismo en sí. De hecho, hay casi innumerables ramas del feminismo secular, de ahí la posibilidad muy real de creer falsamente que lo que promueve una rama puede ser promovida también por otra. Muchos eco-feministas, por ejemplo, se oponen radicalmente a la anticoncepción química, que denuncian con razón como un peligro para la salud de las mujeres.
En cambio, la mayoría de las demás corrientes del feminismo la promueven como fundamental para la “liberación” de las mujeres de la servidumbre masculina, que a su vez se presenta como un objetivo supremo.
Hablar de un “nuevo feminismo” corre el riesgo casi inevitable de inducir a error a la gente para que piense que sus objetivos están de acuerdo con los de las diversas vertientes del feminismo secular, como el derecho al aborto, que va en contra de la corriente vital del nuevo feminismo.
Incluso con respecto a un objetivo importante que compartimos con casi todas las formas de feminismo secular, el de promover los derechos y la dignidad de la mujer, el nuevo feminismo difiere en la medida en que sigue el ejemplo del Papa Juan Pablo II en su insistencia no sólo en los derechos de la mujer, sino también en nuestras responsabilidades. De ahí el título de su carta apostólica “Sobre la Dignidad y la Vocación de la Mujer” (Mulieris dignitatem).
Por último, al abordar el nuevo feminismo como “nuevo”, corremos el riesgo de engañar a la gente haciéndoles pensar que es de carácter reaccionario: una especie de respuesta cristiana al feminismo secular, y este -insisto- no es el caso.
Si bien un nuevo feminismo puede inspirarse en ciertos inquilinos del feminismo secular y puede igualmente aprender de sus defectos, es “nuevo” en el sentido de la novedad radical del propio cristianismo, que no se adapta simplemente a lo que ya se da. “Nadie pone vino nuevo en odres viejos; si lo hace, el vino nuevo reventará los odres y se derramará, y los odres serán destruidos. Pero el vino nuevo debe ser puesto en odres frescos” (Lc 5: 37-38).
Todo esto quiere decir que debemos ser muy cuidadosos en el empleo del término “nuevo feminismo”, que es otra razón más para insistir en un entendimiento común entre sus proponentes de lo que se entiende por ello. Entre los aspectos más importantes de este particular feminismo está la admisión que hombres y mujeres son iguales pero diferentes; y es este hecho el que nos permite señalar su complementariedad y asimismo “reconocer y afirmar” lo que Juan Pablo II llama el “verdadero genio de la mujer”.
El genio de las mujeres
Aunque el concepto de “genio” de la mujer sigue siendo relativamente ambiguo en el contexto de Evangelium Vitae, cabe señalar que sugiere, casi por definición, la superación de la norma, apuntando a una extraordinaria superabundancia. Al emplear este concepto, el Papa Juan Pablo II podría haber tratado de desviar nuestra atención de lo que muchas feministas seculares denuncian con razón como la presentación del hombre como la norma con la que se juzga a las mujeres.
Por otra parte, muchas feministas (seculares) también denuncian el concepto de genio de la mujer como otro intento de clasificar, estereotipar o delimitar de otro modo a la mujer imponiéndonos un ideal masculino de mujer: un ideal que implica necesariamente que ella es diferente, y por lo tanto “otra”, del hombre. Tal es un tema importante en la obra de la famosa filósofa feminista francesa Simone de Beauvoir. Del mismo modo, la talentosa filósofa y fiel defensora del nuevo feminismo, Sr. Prudence Allen, RSM, ha hecho un trabajo maravilloso exponiendo la amplia y lamentable influencia de la reducida visión de Aristóteles de la mujer (como un hombre “defectuoso”) en la filosofía hasta la era medieval y mucho más allá.
Dados estos antecedentes históricos problemáticos, uno casi inevitablemente camina sobre cáscaras de huevo al tratar de definir el concepto de genio de la mujer. No basta con insistir en que las mujeres son “iguales pero diferentes”, porque inmediatamente surge la pregunta: ¿cómo somos diferentes? Obviamente, si vamos a hacer hincapié en los fundamentos metafísicos -como insisto en que debemos hacerlo- no podemos simplemente señalar las diferencias biológicas.
Por esta razón, el Papa Juan Pablo II hizo bien en señalar no sólo la vocación distinta de la maternidad, sino también la dimensión específicamente espiritual de la maternidad, de tal manera que nunca puede reducirse simplemente a la maternidad y el nacimiento de los hijos.
Por otra parte, muchas feministas seculares van más allá de esta visión para argumentar que la maternidad es simplemente una cuestión de “elección” y el aborto una cuestión de libertad.
Tal vez la única manera de evitar esta trampa es partiendo de nuestra propia experiencia como mujeres. Para quienes creemos que la creación revela la infinita bondad y sabiduría de un Creador todopoderoso, resulta obvio que la virtud consiste en actuar de acuerdo con nuestro ser y que nuestras acciones revelan quiénes somos como criaturas. Además, al observar nuestras acciones, podemos comprender mejor la naturaleza de la que proceden esas acciones.
No se trata de admitir que la biología es el destino, ni de conceder que la mujer tenga una naturaleza diferente a la del hombre. Nosotros también somos seres humanos y, por lo tanto, criaturas plenamente racionales. Por otro lado, la naturaleza humana es necesariamente sexual, lo que significa que la persona humana es hombre o mujer y no simplemente andrógina.
Esta observación y norma empírica -que no es negada por la realidad de quienes nacen tristemente con características de ambos sexos (los intersexuales), como tampoco el fenómeno de la ceguera niega la vista como algo propio de los seres humanos- es el origen de la importante cuestión que inspiró la carta apostólica del Papa Juan Pablo II de 1988 sobre la dignidad y la vocación de la mujer: la cuestión “de comprender la razón y las consecuencias de la decisión del Creador de que el ser humano debe existir siempre y únicamente como mujer u hombre” (Mulieris dignitatem, 1).
Es quizás esa pregunta la que también podría dirigir nuestra investigación sobre el “genio” de las mujeres: el que nosotros, específicamente como mujeres, ofrecemos a nuestro patrimonio cultural común y más específicamente a la promoción de una cultura de la vida, de acuerdo con el desafío de Juan Pablo II.Instintivamente, comparto su creencia (cf. MD, 30) de que nuestra contribución específica está vinculada tanto a nuestra experiencia de maternidad como a nuestra disposición natural para la maternidad.
Por lo tanto, somos profundamente conscientes que la vida -tanto la física como la espiritual- es un don y no simplemente una elección.
Por otro lado, la Hna. Prudence Allen ha argumentado con razón que el recurso de una mujer a la anticoncepción, especialmente a la anticoncepción química, puede inhibir esta conciencia natural y, por lo tanto, experiencial, precisamente porque la mujer ya no está dispuesta a recibir la vida.
Este es un punto importante que hay que tener en cuenta cuando se argumenta “por experiencia” que las mujeres no tienen necesariamente una disposición natural para la maternidad, o el instinto maternal. Cuando, de hecho, la naturaleza es alterada por la voluntad humana de una manera que podría decirse que está en conflicto con los propósitos de la naturaleza, no puede ser llevada al estrado para testificar contra sí misma.
Por otra parte, y de manera más positiva, es seguro que la mayoría de las manifestaciones del verdadero genio de la mujer no se expresan explícitamente en el contexto de la promoción de un nuevo feminismo.
Así, por ejemplo, cada vez que nosotras, como mujeres, interactuamos con otras mujeres u hombres con el deseo, incluso implícito, de contribuir a una cultura de la vida, estamos promoviendo efectivamente el objetivo primordial del nuevo feminismo. Al hacerlo, llevamos -a menudo inconscientemente- a nuestras actividades y preocupaciones diarias ese “genio” que nos pertenece en virtud de nuestra disposición natural a recibir y nutrir la vida, y también de nuestra experiencia real de hacer precisamente eso.
Por lo tanto, es casi imposible enumerar las diversas maneras en que cooperamos en la promoción del nuevo feminismo: visitando a los enfermos y a los ancianos Ayudando a las madres solteras, cuidando a los niños pequeños, ofreciendo una palabra de aliento, dando la mano, promoviendo las misiones. Ofreciendo un ejemplo alentador a aquellos que han perdido la esperanza en la posibilidad de un matrimonio feliz o una vida familiar plena. Por otro lado, promoviendo candidatos políticos y leyes con el fin de proteger la vida humana y el bienestar de todos los pueblos, especialmente de aquellos que no pueden defenderse; y la lista es interminable.
Por supuesto, debe concederse que los hombres también se dedican a estas actividades que dan y mantienen la vida, pero su manera de hacerlo es diferente.
Me inclino a estar de acuerdo con muchas feministas seculares que trabajan en el ámbito de la epistemología y que sostienen que las mujeres tienden a tener un modo de pensar más relacional, y por lo tanto también de comportarse, que los hombres. En otras palabras, se argumenta que las mujeres tendemos a vernos a nosotras mismas dentro de un complejo, o tejido, de relaciones, y no como monadas aisladas, una visión que se dice que es más típica de los pensadores masculinos.
Esta es otra área en la que las filósofas feministas seculares contemporáneas y las nuevas feministas (católicas) podrían encontrar un terreno común. Según el análisis de ambas, las mujeres tienden a ser más relacionales en nuestras autoconcepciones y más empáticas con los demás que nuestros homólogos masculinos, que tienden a estar más aisladas en sus patrones de pensamiento y más objetivas e individualistas (aunque no egocéntricas) en su forma de actuar.
Complementariedad
A diferencia de muchas feministas que utilizan estos datos epistemológicos o fenomenológicos para abogar por el desmantelamiento de las instituciones y estructuras sociales dominadas por los hombres, y por la reconstrucción de facto de esas mismas instituciones y estructuras con la influencia “superior” de las mujeres, las nuevas feministas defienden la importancia de la influencia masculina y femenina dentro de nuestras estructuras e instituciones sociales. Los hombres y las mujeres son diferentes y complementarios, sostiene un nuevo feminismo.
Desde esta perspectiva, la complementariedad no consiste en “permitir” a un sexo ciertos rasgos que no se pueden atribuir al otro. Se trata más bien de superar las limitaciones más o menos naturales de cada sexo (la cautela en esta redacción es importante, porque hay que dar espacio a la influencia cultural, que, al fin y al cabo, forma parte del misterio del ser humano), precisamente a través de sus relaciones con el otro. La filósofa y santa Edith Stein, del siglo XX, citada a menudo por las nuevas feministas, tiene algunas cosas interesantes que decir sobre esta cuestión.
Ella aborda ciertas tendencias diminutas de cada uno de los sexos – el hombre a su “mundo” de trabajo, por ejemplo; la mujer a “sus” hijos y la mezquindad que surge de su concentración, a veces excesiva, en las relaciones – que pueden evitarse mediante interacciones sanas entre los sexos, como en el estado matrimonial.
Abogar por la complementariedad no presume – y los llamados pensadores tradicionales y las nuevas feministas son constantemente incomprendidos en este punto – que ni los hombres ni las mujeres son completos en sí mismos y que necesitan entrar en comunión unos con otros para ser expresamente “completos”. Más bien, hay un sentido en el que ambos sexos son desafiados, animados y ampliados, por así decirlo, en su comunión continuamente dinámica con el otro. Precisamente al superar las limitaciones del “yo” de cada uno en un esfuerzo incesante por entrar en una auténtica comunión de personas, se fomentan, desarrollan e incluso realizan las capacidades naturales del hombre y la mujer. Así, por ejemplo, en la educación de los hijos, hay buenas razones para promover la presencia activa de la madre y el padre.
Lamentablemente, el surgimiento de una verdadera complementariedad se ha visto a menudo sofocado por estructuras sociales que imponen camisas de fuerza a las mujeres y los hombres, impidiéndoles o prohibiéndoles llegar a un equilibrio natural, casi orgánico, entre el trabajo y la familia -o incluso el trabajo y la oración (ora et labora)- de acuerdo con los dones y necesidades de cada uno. Sin duda, la lucha por encontrar un equilibrio es muy real. Uno de los desafíos es un sistema que instrumentaliza su fuerza de trabajo, reduciendo a sus empleados a un medio para su propio beneficio.
En un entorno así, no hay lugar para la preocupación de, por ejemplo, asegurar un empleo para las madres solteras, especialmente un empleo que no comprometa su vocación primaria de cuidar y educar a sus hijos.
Tampoco hay lugar para asegurar una licencia de maternidad adecuada; ni tampoco para permitir el empleo a tiempo parcial de madres y padres, que también desean dar prioridad a la educación de sus hijos y que, francamente, con demasiada frecuencia quedan fuera de estas discusiones. Un ejemplo aún más lamentable es lo que Juan Pablo II señala como una “conspiración contra la vida” en una cultura que “niega la solidaridad” y está “excesivamente preocupada por la eficiencia”, de modo que considera a los débiles, los enfermos, los ancianos y los no nacidos como “inútiles” y “carga[s] intolerable[s]” (EV, 12).
De manera positiva, muchos matrimonios están convencidos que no sólo son responsables de sus propias vocaciones llamadas personales, sino que también son responsables de una vocación compartida: como padres de sus hijos, por supuesto, pero también en las muchas maneras multidimensionales en que juntos -como marido y mujer- contribuyen a la construcción de una cultura de la vida.
La llamada a una perspectiva contemplativa
Tal contribución está ciertamente fomentada por la convicción que somos verdaderamente “el guardián de nuestro hermano” (Gen 4, 9) (cf. EV, 19). Pero más fundamentalmente, sin embargo, se ve reforzada por la convicción, nacida de la fe, que somos hijos e hijas de un Padre celestial, ante el cual somos responsables en última instancia de nuestra propia vida e incluso de la vida de todos los que pasan por nuestros caminos y comparten nuestros destinos.
Desde esta perspectiva, un nuevo feminismo tiene sus raíces en lo que Juan Pablo II también se refiere en Evangelium Vitae como “perspectiva contemplativa”: “Es la perspectiva de quienes ven la vida en su significado más profundo, que captan su total gratuidad, su belleza y su invitación a la libertad y la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apropiarse de la realidad, sino que la acepta como un don, descubriendo en todas las cosas el reflejo del Creador y viendo en cada persona su imagen viva (cf. Gn 1,27; Sal 8,5)” (EV, 83).
Ciertamente, esta perspectiva no es exclusiva del nuevo feminismo, pero sólo en la medida en que seamos capaces de maravillarnos ante el misterio de nuestros seres y vidas como dados (no sólo de hecho, datum, sino también generosamente, donum) y, por tanto, como creados, podremos apreciar verdaderamente las intuiciones más básicas del nuevo feminismo y contribuir a su fomento.
Dado que realmente podemos admitir, y de hecho lo hacemos, que Dios nos ha creado varón y mujer, tiene sentido plantear las preguntas en el corazón del nuevo feminismo: ¿qué es lo específico de ser mujer, en cuanto a diferenciarse de un hombre? ¿Hay alguna tarea específica que pueda atribuirse a las mujeres como femeninas? Como todas las preguntas genuinamente humanas que ocupan el corazón de los hombres y mujeres a lo largo de la historia, son preguntas que no pueden resolverse con respuestas simplistas.
Más bien, deben ser vividas y reflexionadas a lo largo de las diversas etapas de nuestra vida, con un aprecio por la belleza natural y un impresionante respeto por el misterio. Después de todo, es la actitud de asombro -mucho más que la de duda- la que ha hecho avanzar el aprendizaje y la cultura a través de la mayor parte de la tradición de la humanidad.
Por lo tanto, tenemos buenas razones para creer que el nuevo feminismo, en su búsqueda de comprensión metafísica, no representa un fenómeno pasajero. Como una mujer virtuosa, está destinada a dejar su huella en la historia y en los corazones humanos.