Suele afirmarse que el pecado más característico del escritor es la vanidad. Y es un tópico cierto, porque el escritor –tal vez porque su trabajo casi nunca tiene la resonancia que merece, o la resonancia que el escritor cree que merece– busca siempre el eco (aunque sea confuso), busca siempre el aplauso (aunque sea equívoco), busca siempre la notoriedad (aunque sea denigrante o envilecedora).
Casi siempre, la vanidad es un pecado venial, más cómico que trágico; pero ¿cómo definirla? Podría decirse que la vanidad es como un sucedáneo del orgullo, como un orgullo menor en calidad y mayor en cantidad, un orgullo de saldo o limosna, un orgullo devaluado, pero también más ostentoso que el verdadero orgullo, que suele ser discreto o clandestino, más calculador y avergonzado de sus intenciones. La vanidad, en cambio, siempre es presuntuosa, siempre hincha el pecho y…
Autor: Juan Manuel de Prada
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