Mirar una chimenea es un arte perdido. Antes, las familias se sentaban alrededor del fuego como quien se sienta a la misa: en silencio, con asombro, dejando que el calor, la luz y la danza de las llamas llenaran los huecos del alma. El fuego de la chimenea no tiene prisa. Es una verdad que se despliega lentamente, una enseñanza que se recibe al ritmo del crepitar de la madera. Pero hoy, ¿quién sabe mirar una chimenea?
La velocidad de nuestros tiempos nos ha robado esa quietud. En lugar de la contemplación del fuego, vivimos en la pantalla perpetua, con flashes de información que nos encienden y apagan sin dejarnos tiempo para arder. ¿Y qué pasa cuando el hombre pierde la capacidad de mirar el fuego? Pierde la capacidad de escuchar. De esperar. De orar.
En la Iglesia, algo similar está ocurriendo. Hemos sustituido la lentitud del fuego por la urgencia de los focos. Queremos…
Autor: Jaime Gurpegui
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